jueves, 6 de diciembre de 2018

Lito


El ingenioso Miguel Quinteros


En algún lugar de Florencio Varela, de cuyo nombre no tengo conocimiento, en el mismo momento en que se escriben estas palabras, vive un joven estudiante de filosofía llamado Miguel Quinteros, de pelo castaño, alto, flaco y con lentes puestos. Vive en su casa con una madre que pasaba los cuarenta y un hermano que alcanzaba los veinte y un perro de campo de color negro y tamaño pequeño. La edad de nuestro estudiante lindaba los veintitrés. Era de complexión delgada, huesuda, cara seca, gran madrugador y amigo de los azares y juegos de lotería.
Es preciso saber que nuestro protagonista en sus tiempos de ocio, o sea, la mayor parte de su tiempo, se daba a leer todo tipo de libros, no solo los estipulados para un estudiante de filosofía, sino que entre ellos los más eran del tipo de las novelas.
Los leía con tanta emoción y ahínco que se olvidó de casi todo lo demás. Se olvidó de su carrera universitaria, de su madre, de su hermano, de su mascota, y de todo tipo de relaciones que tenía por fuera de sus constantes lecturas.
Llegó a tanto su nueva afición que vendía cosas de su casa o alguna de sus pertenencias, como algún par de zapatillas que eran el repuesto de las que casi siempre usaba, para comprar libros de grandes autores que pudiera leer. Toda la plata que antes destinaba para sus almuerzos en la facultad, para cargar la sube y demás, las gastaba en cualquier cantidad completamente exagerada de libros usados, que encontraba en cualquier puesto de cualquier calle. Y de este modo llegó a indundar  toda su habitación de pilas de libros que llegaban a rozar el techo. Su cuarto se había transformado en un grotesco depósito de  todo tipo de libros usados.
No obstante, de todos los autores que conocía y había leído, ninguno le fascinaba tanto como un tal Roberto Bolaño. Consideraba que su sencillez en la prosa y la falta de aquella exagerada ornamentación poética, que se le daba a muchos, eran de sus principales características que lo hacían realmente bueno. Y también porque era un escritor que recogía y traía a la vida muchos talentos literarios que fueron olvidados, o que nunca llegaron al reconocimiento que estos verdaderamente merecían.
Por estas razones nuestro excéntrico estudiante fue perdiendo de a poco la cordura. Desvelándose en noches largas buscando desentrañar aquellos sentidos ocultos en toda línea escrita, en todo espacio en blanco, en toda pausa y en toda palabra que merodeaba, que quizás ni el propio Nietzsche llegará a percibir o captar si se levantara de la tumba exclusivamente a ello.
De esta manera se enfrascó tanto en sus lecturas, que le ocupaban casi las veinticuatro horas del día. El cerebro se le terminó colapsando de las historias que consumía sin distracción alguna, y de esta manera perdió el poco juicio que aún podía quedarle.
Llegó a llenársele el pensamiento y su sentir de todo aquello que había extraído de sus libros, motivaciones románticas, asesinatos, poesías, fantasías de todo tipo, argumentaciones y dudas metafísicas, historias de engendros, de suicidas, de artistas, etc. De todo aquello, y más, de lo que uno pueda imaginar que pueda contener un simple libro.
En conclusión, su situación era tan extrema que ya no podía distinguir, dentro del mundo, lo real de lo meramente ficticio. Solía confundir autor con personaje, mundos fantásticos con sucesos históricos y viceversa. También buscaba, no se sabe bien como, participar del amor en-si platónico, o del uno plotiniano, entre muchos más absurdos.
En efecto, vuelto a un tipo de locura, llegó a dar con una idea de lo más extraña, la idea de imitar la vida de los personajes de las novelas que leía.
Lo primero en lo que quiso transformarse era en el estereotipo de  un desahuciado poeta. De aquellos que no conocieron, o no quisieron conocer, el estrellato de la fama y de la gloria, de aquellos que su escritor favorito, el ya citado Roberto Bolaño, había recogido en una de sus monumentales novelas llamada 2666.
No quería ser conocido y aclamado por sus iguales, quería ser ignorado o despreciado. Buscaba convertirse en un ser completamente anónimo. Su idea era la de escribir pequeños sonetos y dejarlos sin firma olvidados  por las calles, por los salones de distintas facultades, en plazas, pegados en paredes, y cualquier sitio que se le pudiera ocurrir.
Si alguien tuviera la oportunidad de preguntarle que buscaba lograr con estas ocurrencias románticas, que parecían pertenecer a otro siglo, él no podría responder, porque no lo sabía. No había un propósito en lo que hacía, era como un niño que simplemente estaba jugando y disfrutaba de ello.
Hasta en su propia casa dejaba notas escritas con versos garabateados con lapicera o lápiz. Y cuando su madre o su hermano le preguntaban por ellas, estos sabían muy bien que había sido Miguel quien las escribía, él se hacia el desentendido y se ocultaba detrás de algún libro de la facultad y de sus anteojos.
De este modo su principal problema, hasta el momento, lo tenía en su casa con los integrantes de su familia. Él se había olvidado, o dejado de lado intencionalmente, las materias que venía cursando en la facultad de filosofía y letras. Cuestión que si se enteraba su madre esta podría darle una fuerte reprimenda, lo que no quería por nada del mundo nuestro joven y nostálgico poeta. Por tal motivo tenía que fingir que estaba asistiendo diariamente a sus clases y de que estaba llevando la vida como la llevaría cualquier estudiante que se avoca a una carrera universitaria.
Su actuación podría decirse que era buena, aunque no resultaba muy difícil ya que él se la pasaba todo el día afuera vagando o encerrado en su habitación leyendo y escribiendo. Cosas típicas de un estudiante aplicado, que no podían levantar sospecha.
La vida de Miguel hubiera seguido como la estoy relatando, o sea, tranquila y sin grandes sobresaltos. Leyendo a personalidades de la literatura cada vez más excéntricos, escribiendo poesía para abandonarla por cualquier sitio, y distanciado cada vez más de su carrera de filosofía en la facultad. Pero hubo de ocurrirle lo que le ocurre a todo poeta digno de ese nombre. Nuestro joven estudiante Miguel Quinteros se enamoró.
Lo hizo como lo hacen los verdaderos poetas, esto es, perdidamente, locamente y obsesivamente.
Le ocurrió que un día, en uno de sus paseos por la capital, había entrado en la facultad de economía para dejar algún poema en contra del capitalismo, para que alguien al azar lo encuentre y leyera, y ahí mismo la vio.
Ella estaba sentada en uno de los bancos del patio, solitaria, como no querer la cosa, fumando los restos de un cigarrillo que ya estaba bastante consumido. Eso fue todo. Cuando Miguel la vio se quedó completamente paralizado, como un pájaro que en pleno vuelo se detiene y cae al vacío. En ese preciso momento su espíritu también cayó. Su cuerpo estaba quieto, parado a unos 25 metros de esta misteriosa persona, pero sabía que algo en su interior andaba por el suelo.
El impacto del llamado amor había dado con nuestro protagonista y este sabía que algo distinto, nunca antes sentido, le estaba empezando a ocurrir. Nuestro joven Miguel Quinteros había encontrado a su Dulcinea Del Toboso.
Inmediatamente pensó en acercársele y confesarle todo su amor, que a pesar de habérsele despertado hace medio minuto, lo sentía resurgir desde el fondo de su ser, como una fuerza imparable que existía en su interior hace milenios de años.
No logró hacer nada ese día, se inmuto, dudo demasiado y su princesa desapareció entre la gente.
Él no se preocupó demasiado. Sabía que lo que había encontrado era algo que no se pierde con facilidad. Era algo que se le había clavado en el corazón mismo, y de ese lugar era  difícil perderlo.
Maldito amor que cambia la vida de las personas… había escrito en papel blanco, ni bien llegó ese día a su casa, cansado de la larga y agitada jornada.
Pero a pesar de estas últimas palabras escritas, en donde maldecía a este nuevo sentimiento, él había aprendido, de todos sus libros, de todas sus disparatadas lecturas, que era el amor lo que subsistía a todo en el mundo. Que este impredecible sentir era aquella pegatina que nos mantenía unidos como humanos y, que por fuera de él poco era lo que cobraba verdadero sentido.
Se propuso la misión de enamorarla mediante cartas anónimas, cosa muy común para lo que venía siendo su vida. Sabía muy bien que no podía presentársele de un momento a otro, para declararle su eterno amor, sin motivo alguno. Tenía que acercarse de a poco y guardar las formas si quería que este barco llegara a puerto seguro.
Lo que hizo fue escribir cartas diariamente e ir abandonándolas de manera aleatoria por distintos lugares de aquella facultad a la que su enamorada asistía. Hizo esto durante dos semanas completas.
He de decir que nuestro protagonista mientras hacia sus depósitos, tal cartero locamente enamorado, la buscaba siempre con la mirada pero nunca tuvo la suerte de verla. Pensaba que era el vil destino el que se interponía entre ellos. Pero de igual modo estaba satisfecho, porque las cartas que iba abandonando por los pasillos, por aulas vacías, por los bancos de cemento del patio, etc., no las volvía a encontrar al día siguiente en el lugar que las había dejado. Desaparecían, sin señal alguna. Esto para él solo podía significar  que aquella chica, su enamorada, su Dulcinea, ya se había percatado de que tenía un admirador secreto y todas las cartas las tenía ella consigo.
Un día, como cualquier otro, ocurrió la tragedia que casi deja sin vida a nuestro joven enamorado. Encontró una de sus cartas, la última que había escrito para el día anterior, en el mismo lugar en que la había dejado. Su corazón casi se le vuelca por fuera del pecho. No sentía su respiración y, el piso y las paredes se le movían y se partían en inquietas imágenes. No obstante tuvo suerte, no atino a desmayarse.
Ese día, en el cual pudo haber muerto y así lo hubiera querido, un martes 8 de octubre del año 2018, Miguel Quinteros volvió a su casa con los sentidos completamente apagados y no hizo más que dormir hasta el día siguiente.
Él era un gran lector, lo sabíamos, podía leer entre líneas donde no hay nada escrito. Lugar vacío sobre el que Miguel solía pensar y reflexionar mucho. Espacio en blanco en donde solía suponer que el escritor mismo se presentaba en persona. La posible interpretación de esos espacios eran, a su entender, la clave para una buena lectura. De tal modo, su capacidad de comprensión era muy elevada, lograba captar todas las intenciones, que muchos pasan por alto. Le daba un significado, o varios, a todo silencio, a todo gesto y a toda ausencia. Por lo cual, lo que había hecho era lo siguiente. Interpreto el hecho de encontrar aquella carta, como un rotundo y definitivo rechazo por parte de su amada. Su Dulcinea Del Toboso le estaba diciendo que ya no lo amaba.
Al despertarse no hacía más que lamentarse y torturarse con sus enfáticos pensamientos. Pensamientos que eran recuerdos, nuevas configuraciones, imágenes trastocadas, símbolos que adquirían más de un sentido. Él mismo se esforzaba en crearlos y de este modo no permitía que tranquilidad alguna le entre en el cuerpo y en el alma.
Estuvo en este estado por varios días. En uno de ellos hizo un viaje muy temprano a aquella facultad, en la cual había perdido algo más que varios papeles. Espero cerca de la entrada desde el primer horario de la mañana hasta el último de la noche. La estaba buscando. Pero ella, a lo largo de aquel día, no hizo su aparición. Este hecho le volvió a destrozar su espiritualidad sajada y su carne marchita. Se juró no volver a buscarla.
Siguieron pasando los días y no encontraba consuelo. Su madre y hermano ya no lo dudaban, Miguel había caído en un pozo profundo y no tenía intención de salir de él.
Pero, entusiastas lectores, no subestimen a nuestro protagonista que de alguna manera iba a volver a resurgir. Porque Miguel Quinteros, más allá de su inestabilidad emocional, que puede venir demostrando en estas pocas hojas, era fuerte y contaba con una voluntad que podía, de un momento a otro, reanimar su corazón.
Como sabemos, alguien que cae y busca recomponerse es difícil que logre tal tarea solo, pero nuestro enamorado no lo estaba. En su habitación estaba rodeado de sus más fieles amigos, estaba rodeado de sus  desprejuiciados y honestos libros. Y si ellos no lograban recomponerlo, nada ni nadie en el mundo lo lograría.
Hizo relecturas de las novelas que más lo habían conmovido  hasta ese momento de su vida. Como la ya citada 2666 de Bolaño, aunque ahora le resultara algo absurda, fría y bastante españolizada. Sabía que el releer podía afectar la estima que tenía por alguno de sus libros y este era el caso con la novela del autor mexicano.
También volvió a leer el Zaratustra Nietzscheano, El Túnel del viejo Sábato, Niebla de Unamuno, algunos cuentos borgeanos y poemas y más poemas de Pizarnik, Rubén Darío, Baudelaire, Girondo, Storni, Almafuerte, Machado, Khalil Gibran, Vallejos, entre otros. Pero el libro que mayor trabajo hizo, que más lo ayudo, que logro completarlo y revivirlo completamente, era aquella gran historia que nos cuenta Miguel Cervantes, con su súper novela titulada El ingenioso Hidalgo Don Quijote De La Mancha.
Miguel quinteros volvía a sentirse como antes, no la gran cosa, pero al menos ya no se lamentaba tanto por su desdicha. Terminó abandonando su labor de poeta errante. Aquella tarea de abandonar sus escritos sin saber que buscar, lo había hecho conocer al amor de su vida y por respeto a ella, a la cual nunca conoció, se dispuso a no volver a hacerlo.
Ya no tenía que actuar más en su casa porque ahora tenía pensado hacerlo en la facultad. Hizo ese giro. Ahora iba a priorizar sus lecturas, y quizás ya empiece a animarse a escribir cuentos o alguna corta novela, e iba a asistir sin falta a todas sus clases de la Facultad de Filosofía, fingiendo interés y buscando sin verdadera pasión aprobar las asignaturas y recibirse. De aquel alumno que se había olvidado de su carrera y fingía en su casa que le estaba yendo de maravilla, paso a hacer las actividades de la facultad y fingir entusiasmo con sus colegas estudiantes, solo para terminar con este camino, ya empezado, cuanto antes. Mientras que encerrado en su casa se dedicaba a lo que más le gustaba hacer, leer y escribir de todo.
Quién sabe cómo le terminará yendo, solo habrá que esperar. Por el momento lo último que supe de él, y esto fue la semana pasada, fue que con su ejemplar del Quijote en mano salió a pasear por las calles de su barrio en Varela. Anduvo recorriendo lugares sin saber bien donde iría. Terminó deteniéndose en una plaza cualquiera y, dando en obsequio su amado y salvador libro a un nene de aproximadamente 10 años que encontró en ella. Sabía que este era de los actos más geniales y heroicos que en su simpleza actual podía hacer. Se sintió algo conmovido, sonrió, y regresó a su casa.
Fin.









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